Granada es una de las contadas ciudades elegidas por la cadena Hospes para la exhibición de su catálogo de radiante hotelería. Y no es mala ciudad, no. Uno de los palacetes recordatorios de la pujante burguesía granadina de la segunda mitad del siglo XIX sirve de escaparate de un alojamiento refulgente, fiel a la impronta de sus compañeros de Sevilla, Alicante o Mallorca, entre otros.
La recuperación de su cremosa fachada color azafrán, flanqueada a su vez por dos cisnes de mármol blanco, permite devolver a Granada lo que es suyo y, de paso, contener un cinco estrellas tan elegante como sugerente. La ortodoxia de esta pieza arquitectónica, incluida dentro del vasto patrimonio histórico-artístico de la ciudad, sucumbe en los interiores a un rejuvenecimiento aún más acentuado. Una especie de clasicismo a la última, con sus escalinatas de dos tramos, su balaustrada, su chisporroteante lámpara en permanente desequilibrio hacia el suelo y sus salones palaciegos lejos de ser recargados un ápice.
Las habitaciones, de dimensiones más que holgadas, permiten desde el lucimiento historicista aportado por frescos, dorados, moquetas y cabeceros retorcidos, hasta el avance hacia el futuro sobre un entarimado como única excepción al blanco y negro de diseño, la expresión más aséptica y lucida de una propuesta estética divertida, geométrica y bien pensada. El mejor ejemplo, sus techos: unos remiten a siglos aristocráticos, otros a tiempos que están por llegar.
Pero aquí no acaba todo ni mucho menos. Junto al palacio del siglo XIX, se ha alzado un nuevo edificio que alberga 22 nuevas habitaciones. Aunque, según palabras del responsable de esta expansión, Xavier Claramunt, más que un edificio se han levantado cortinajes, bambalinas y celosías por las que mirar al palacio. La visión de su epatante muro cortina de alabastro a lo largo y ancho de su fachada resume el contraste.